lunes, 22 de noviembre de 2010

LA BODA DE MARIANA


  A Mariana no le gustaba nada aquel vestido de su tatarabuela. Había tenido que apretarse tanto el corsé, que la sangre le había llegado a la cabeza, y tenía más el aspecto de una foca oteando el océano que de lo que en realidad era: una “niña bien” en el día de sus nupcias. Pero entonces… ¿Qué podía hacer entonces? ¡La boda era dentro de dos horas y no cabía en el vestido de novia! Empezó a pensar… Si era mejor casarse o no. No comprendía cómo podía haberle sucedido ese “imprevisto”, pero desde luego no se arrepentía de ello. Era como si aquel ridículo vestido le hubiera querido demostrar con sus pequeñas dimensiones desacordes con su figura, más bien rolliza, que aquella boda era un error ¡y que sería una monstruosidad celebrarla! Sonrió por primera vez en toda la tarde. 

  Y es que en el fondo siempre había tenido suerte, la que nunca tuvo su pobre prima, tan guapa, tan lista, pero tan desafortunada…: “¡Pero cést la vie!” se dijo con una sonrisa irónica y mordaz. Ahora, su feo y “viejo” (treinta y ocho recién cumplidos) novio la estaría esperando junto a la puerta de la iglesia; ¡esperando a que su joven y rolliza paloma llegara vestida de virtud y santidad! Despreciaba a aquel hombre. Y le importaba muchísimo que su padre llegara a odiarla por no casarse con su más íntimo amigo. Pero no estaba dispuesta a arriesgar su felicidad por un capricho paterno. No, estaba decidida: no se iba a casar.

 Y no se casó. Jamás volvió a tener pretendientes. Cuando una es tan joven como Mariana era entonces, a punto de casarse, se imagina la vida llena de aventuras… Aun no siendo una chica muy agraciada, a Mariana ni se le podía pasar por la cabeza que ése, el “anciano”, estrafalario, e introvertido Evaristo, sería su único pretendiente durante toda su vida.

  Y si alguna vez, algún familiar cercano le hubiese preguntado si se arrepentía del desplante nupcial que le hizo a su entonces futuro esposo diría que no. Pero la verdad es que no pasaba ni un solo día de su actual existencia sin que se preguntara qué sería eso que llaman matrimonio y demás preguntas… Que ya no esperaban más que una respuesta por parte de los otros, o de la imaginación de Mariana…

  Ahora su única compañía era su gato, a quien secretamente había puesto el nombre de Evaristo. Delante de los demás se llamaba Cuki, porque también ocultó, adrede, su sexualidad. Cuki, se paseaba por el salón de invitados pasando desapercibido; quizás alguien alguna vez le ofrecía el resto de la cena… Sólo el “anciano” Evaristo, que regreso una vez (y última vez) a casa de Mariana se fijó en el minino. Era tan miope ya que tuvo que entornar los ojos para deslindar la bola de pelo: pero luego lo vio bien… Fue el único ser humano aparte de su dueña que lo miró con cierto interés, aunque su mirada denotara un ligero interés de homicidio. Y es que el gato era Evaristo; y Evaristo el gato, ¡una tremenda burla para un hombre rico y poderoso como él!: “Un gato mejor que un marido achacoso y feo”, decían sus ojos: “Y un gato joven y lindo…” aunque en esto último la vista le falló. Mariana supo burlarse bien de su situación con esta simpleza. Y le gradó que Evaristo, mucho más astuto de lo que ella había percibido, se diera cuenta de su pequeño secreto con el gato. La gata. Cuki.

  No tardó mucho en morir “el viejo”. Azorado por los compromisos, azotado por su soledad, se pegó un tiro en la nuca en cuanto tuvo ocasión. Su entierro fue multitudinario pero muy pocos le lloraron, con lágrimas sinceras. Uno de ellos fue Mariana.

  Una vez delante del féretro; su ansiedad contenida se liberó en un grito que le llevó a dilucidar sus constantes mofas a Evaristo, su insomnio, y esa opresión en el pecho que la impedía llorar… Una realidad más aterradora que su terrible soledad: Siempre había querido a ese hombre. Si bien es cierto que su amor distaba mucho del de las novelas románticas; le urgía de un modo atroz e incomprensible, que le impedía descansar la consciencia y seguir soñando sus fábulas románticas e inalcanzables que tanto sosiego le daban a pesar de su situación. Quería a ese hombre, lo necesitaba a su lado. De repente, fue consciente de esa marca sensual que formaba su hoyuelo cada vez que su sonrisa se desligaba de la timidez. Mostrando cierta picardía en el negro noche de su mirada y unos dientes tan blancos como los de un bebé. Vislumbró su perfil aguileño, y reconoció rasgos de la arrolladora masculinidad y gallardía de los galanes más carismático. En su porte, robusto y chepudo, la ferocidad “innata” de un atormentado gladiador. Y en su talante, discreto y tranquilo; la introversión de un alma sensible y culta que ardería en cuanto el amor hiciera mella… Pero ya era tarde.

  Al anochecer, ya en su lujosa y fría mansión, se dio cuenta de que Evaristo la estaba esperando, como cada noche, tendido bajo el reposapiés del sillón. Y se sobrevino de que él también era muy viejo, mucho, muchísimo más anciano que el Evaristo pretendiente. Luego hizo algo que nunca hubiese imaginado que pudiera hacer con un simple y achacoso felino: tomar el té con él y charlar. Calentó el agua, como cada noche, y echó dos bolsitas de té al limón en vez de una, vertió el té en dos delicadas tazas y las llevó al salón. Puso una taza frente a ella y otra frente al otro comensal, y empezó a hablar al gatito de lo que hubiera charlado con Evaristo ¡si ese estúpido vestido de muñeca le hubiera sentado a la perfección! Luego cogió a su gato, y se fueron a dormir, como un matrimonio bien avenido que disfruta del sosiego y la paz que entraña el amor en su etapa más tardía. A la mañana siguiente Evaristo estaba muerto.

  Nadie se enteró de la muerte del gato de Mariana. Ni ella se lo contó a nadie, ni siquiera a sus más íntimos familiares; el dolor se quedó con ella, como tantas otras veces… Como tantas otras mujeres de su edad y condición de mediados del siglo diecinueve. Pero, como todas, sonreía en las reuniones de sociedad, y saludaba cariñosamente a los novios en sus nupcias. Incluso sonreía cuando algún “libertino solterón” decía a modo de chanza: “Mariana… ¡mala semilla que se negó a florecer…!”; y todos se reían de la “inocente” broma . Y ella se lo tomaba como se lo tenía que tomar para que su orgullo no quedara del todo resquebrajado : “¡C´est la vie!” ¡como si se tratara de una finca de la que se arrepintiese de haber comprado por su falta de luminosidad!

  Mariana, por aquel entonces, ya era una solterona consagrada. ¡Pues que ya había superado las veinticinco primaveras!