lunes, 22 de noviembre de 2010

PASEANDO POR EL RÍO ERESMA




  Una hoja me cae sobre la cara, me incorporo sobresaltada. Por un momento en la alucinación de mi pesadilla veo las fauces del cocodrilo tan cerca ¡que hasta huelo su aliento! A medida que me voy despertando, reconozco los contornos del parque de la Fuencisla de Segovia y el aliento se convierte en aroma de tejo y hierba fresca. Son ya las siete y cuarto. Tengo que darme prisa si quiero recorrerme el parque antes de oscurecer.

  Me pongo en camino. El cocodrilo se viene a mi memoria, sin saber porqué. "Estás definitivamente curada" han sido las palabras del médico. ¡Curadaaa! ¡Definitivamente tras año y medio de incógnita post operatoria! ¡Estoy curada! y contenta más no puedo evitar recordar: la cara pintarrajeada de aquella enfermera y su mirada de la burla ¡a la lástima!, a Camila, el único médico que me habló con propiedad. Johaquín. La noche en urgencias con Sandro. Y esa noche, sola en casa... La operación, más lenta, más impredecible de lo esperado: las placas, la anestesia no local, la advertencia del médico de más difícil de lo esperado aún estando anestesiada. ¡Sí se ha esfumado yaaaa!, como un sueño entre brumas, perezoso por despertar...

  ¡De repente!, advierto una presencia pisando sigilosamente la hojarasca... Está llegando el otoño pronto el bosque adquirirá ese aspecto algo tenebroso...

  Tengo que darme prisa o me pillará la noche y el camino no es corto. Paso por el puente romano que cruza el río Eresma adentrándome en la otra parte del parque natural. La que más me gusta: ¡el foso! Nombre que le doy por rodear la ciudad de Segovia a unos 30 metros de profundidad. ¡Debió ser difícil para los árabes adentrarse en Segovia!; encaramada a esa fortaleza natural (dejando aparte su muralla de la que queda tan poco).

  Las pisadas ahora son menos titubeantes, más sonoras ¡parece haber engordado cien kilos el coco, jeje! Apresuro más el paso porque no me hace gracia ese animal y estoy llegando al tramo más recóndito y bello. Aquel de camino más serpentino y angosto; de vegetación abundante... No entiendo porque no podía dejar de pensar en el cocodrilo. Los pasos parecen acercarse más. Ahora, apresurados.

  Una rama que parece ser balanceada por el viento; pasa por mi lado rozándome los dedos... Esto ya no tiene pero ninguna gracia. Sin pensarlo dos veces ¡me vuelvo!; pero el tipo o tipa se ha escondido tras una curva del camino alcanzando verle solamente un pié, embutido en unas deportivas blancas verdes y azules. Calculo un número enorme. Ya voy haciendo “footing”.

  Empieza a chispear como siempre. La lluvia en Segovia suele esparcirse así, poco a poco, ininterrumpidamente... Me recuerda a lo que se cuenta del Reino Unido; viaje que espero poder hacer algún día... Para entretenerme, alzo la mirada al Alcázar: ¡qué bonito es! Tan sencillo, con sus grabados mozárabes y su techo de pizarra, ¡parece de juguete! Las pisadas me van comiendo terreno, lentamente...

  Una brisa enfría el parque. Las ramas acunan las hojas que chocan unas contra otras, violentamente. ¡Muchas! se precipitan a la tierra del sendero, bajo mi falda. Una rama, precozmente derribada, ¡me azota una pierna! El gris cenit se torna más intenso.

  Son ya las ocho menos veinte de la tarde. El gorjeo de los gorriones me hace compañía . Una posible ardilla entre los arbustos también. Miro de reojo en mi desesperación por creer en fantasmas. ¡Los arbustos siguen en movimiento! A mi lateral, ¡como mi sombra!, se mueven, como siguiéndome; como azotados por un huracán. Corro.

  La ardilla: sigue mi ritmo. Aterrada, miro el tronco de los arbolitos. ¡Las deportivas...! ¡Corro más y más! ¡Siento mi corazón a 200 por hora...! Y los arbustos siguen vivos mis pasos: ¡jadeantes...!

  Queda nada para la empinada escalinata. Algo parece salir del follaje: ¡un brazo! Las irregulares y sombrías escaleras de piedra... ¡Giro a mi derecha!: ¡hacia ellas!

  Las subo con todas las fuerzas ¡que soy capaz! ¡Empapada en sudor!, enloquecida por el miedo. Ya no me sigue pero en mi impulsiva carrera no me doy cuenta.

  Llego a la cima, busco el refugio de los segovianos. Pasando, a trompicones, uno de los barrios más destacables de Segovia. Sus calles de piedra, mudas, me someten a mis perversos pensamientos.

  La plaza mayor: ¡gente! Respiro con alivio y una sonrisa infantil viene a mí. Unos niños corretean con sus madres vigilantes al otro lado. ¡La increíble plaza Mayor con su iluminación azulada y sus majestuosas fachadas coloridas! , ¡es un escenario digno de fotografiar! No es la plaza Mayor de Segovia de las más adoradas de España; pero para mí tiene una belleza sencilla, espiritual ¡y única! Como la ciudad que la alberga: especial. La luna ya se asoma y el aire pintoresco deja traducir ese no se qué de misterioso y legendario de las hermosas ciudades medievalescas.

  Me alegra volverla a ver. ¡La atravieso con gusto! Fijándome en cada uno de sus vericuetos. Bajo por la calle de Cervantes no pensando (procurándolo), en el desconocido de las Nike tricolores.
Miedosa por las luces y sombras de las callejuelas que asoman. ¡Tan oscuras y calladas como las del Albaizín!, ¡cojo la bajada con gusto!

  Ya llego al Azoguejo, tengo el acueducto romano enfrente; ¡un golpe seco!, como dado por una porra: ¡Me arroja al suelo! Pierdo la noción del tiempo... ¡La conciencia! Y el cocodrilo regresa... Me tiene ahí. Inmóvil. ¡Definitivamente! ¡Ya es mi dueño...!

  ¡Alguien...! Una fuerza me ayuda a incorporarme. Aún tengo la espalda dolorida. Por inercia más bien ¡me giro! y veo su espalda ¡no más!: un jersey rojo roído pantalón blanco figura delgada y morena... "Señorita ¿esto es suyo?"; ¡dejó una carta! Le doy las gracias al señor que me ayudó a incorporarme y me voy a casa.

  Una vez en la pensión leo, con letras irregulares y faltas ortográficas dice: "Soy tu sombra y estoy donde tu estás jo te amo pero tu a mí no ¡lo pagaras!" El tono debe ser amenazante ¡pero me hace gracia!: me ha golpeado porque cree odiarme o quererme, ¡qué romántico jeje! Sin duda se trata de un loco de alguien en quien tengo que poner remedio pero estoy demasiado cansada, ¡sólo quiero entender por qué se esfumó el cocodrilo sin comerme ni tansolo el dedo meñique!

  Unos granos ¡como de arroz! chocan contra los cristales de mi ventana. ¿Sabrá dónde vivo? Al asilo de mi acogedora casita me asomo a la ventana. Ahí está. Moreno, muy delgado pero fibroso, con su ropa vieja y sus Nike tricolor; no tendrá más de veinte. Su pelo es negro azabache, parece gitano, cara enjuta y angulosa, nariz aguileña más bien grande, boca gruesa de contorno masculino. Pero lo que más destaca en su rostro son sus enormes y bellos ojos negros, ¡como nunca vistos! Una cara que sería muy atractiva de no ser por esa mirada perturbada y fija en mí. ¡En esa mirada se encuentra el abismo, la desesperación!; pero también cierta dulzura, sueños, inocencia, interés... ¡No puedo dejar de mirarlos! Parecen suplicar a través de ellos...

  Se me viene a la mente, ¡como un fantasma!, recuerdos de sensaciones ya perdidas... Aquella Andrea de diecinueve años que defendía con pasión: "¡la juventud está en el espíritu!" "¡la verdad nos hará libres!" "el amor da la felicidad" o "el trabajo sólo es una herramienta"... Aquella niña hippie viene a mí más penetrante, ¡más impertinente!, que ese pobre diablo. ¡Ese brillo ingenuo y esperanzador era el mismo que el mío antes de mi primera visita al cardiólogo! Renazco todas mis "verdades absolutas", tristemente. ¡Y por fin entiendo...!: el afán infantil por rayarme por vanidades "adolescentes", mi timidez absoluta en situaciones ya superadas, mis deseos infantiles de independizarme y mi obsesión por la "¡Felicidad!". El porqué todas estas ideas están teñidas por la amargura ¡es porque están tan muertas y enterradas que ni me he dado (ni querido dar) cuenta...! ¡La verdad!, jeje, siempre tan feliz... me había enseñado ¡demasiado temprano! que nada es para siempre aquel mes de septiembre del 2002 , a mis 21 años. Había habido un antes y un después; en el que se me robó la parte más hermosa de la juventud. Aquella que hace que los universitarios debatan con pasión en las aulas aún a sabiendas de la relatividad de sus ideas. Ese sentir eterno que siempre ¡siempre! acompaña a quienes huelen la muerte lejana... ¡Imposible! He deformado mis ideales más infantiles con la esperanza de alcanzar nuevamente ese sentimiento de eternidad, ¡de juventud!; y tan solo he sido capaz de rasgar su recuerdo... Porque no, esa etapa en la que los ideales son más que entretenidos pasatiempos se ha alejado ya demasiado... Y el brillo ingenuo que veo en los ojos del muchacho era el mío: ¡soy yo hace ocho años!

  No pude evitarlo... Lloro tanto que se resiente todo mi cuerpo. Lo necesito...

  Cuando me incorporo, vuelvo a la ventana. Las chispas se han convertido en granizo. Pero él permanece ahí: ¡inmóvil!, como una estatua, mirando mi ventana con esa mezcla de odio y desesperación en la mirada… Lo miro a los ojos, ¡sin ningún miedo ya!; sin decir nada y sin tratar de reflejar nada. El verá su propio "cuento" y sea el que sea, yo sólo quiero que siga persistiendo, ¡por muchos años más que los míos...!

  ¡De golpe!, ¡parece despertar! Con asombro mira al cielo, ¡como por primera vez!; siente las gotas heladas sobre su pelo su piel... ¡Se va!, cuesta arriba... ¡Siempre arriba!

  Al volver a mi cuarto, me miro al espejo: ¡sigo ahí! ¡Pero mi rostro ya no es el mismo! Hay algo nuevo pero viejo en él: ¡la renovación de otra nueva etapa!, ¡más alegre! Tengo en la cara un brillo especial... ¡Mis ojos vuelven a mostrar alegría!; ¡una de más sabia!, aunque siempre dolorosa por aquella extirpación precoz. Pero más vibrante y brillante si cabe ¡Es mi “juventud” (jeje)! , ¡que regresaba para quedarse sólo un rato (aquella llamada de espíritu que nada tiene que ver con la verdadera juventud)! Una “juventud” que al fin ha conseguido cubrir una de sus bajas: Los Absolutismos.

  Además... ¡tan solo tengo 28 años!, ¡en realidad joven! Y un "pequeño" adelanto en la seriedad de la vida... ¡Más beneficioso que inútil!

  ¡Sííííííííí...!

  ¡¿Habré ayudado a el gitanillo como él a mí...?!

  Por el que sí que no podré hacer nada es por el pobre cocodrilo, que por la pantalla de mi imaginación lo veo deprimido y cabizbajo rozando el cañaveral; buscando entre carroña su sustento...






LA BODA DE MARIANA


  A Mariana no le gustaba nada aquel vestido de su tatarabuela. Había tenido que apretarse tanto el corsé, que la sangre le había llegado a la cabeza, y tenía más el aspecto de una foca oteando el océano que de lo que en realidad era: una “niña bien” en el día de sus nupcias. Pero entonces… ¿Qué podía hacer entonces? ¡La boda era dentro de dos horas y no cabía en el vestido de novia! Empezó a pensar… Si era mejor casarse o no. No comprendía cómo podía haberle sucedido ese “imprevisto”, pero desde luego no se arrepentía de ello. Era como si aquel ridículo vestido le hubiera querido demostrar con sus pequeñas dimensiones desacordes con su figura, más bien rolliza, que aquella boda era un error ¡y que sería una monstruosidad celebrarla! Sonrió por primera vez en toda la tarde. 

  Y es que en el fondo siempre había tenido suerte, la que nunca tuvo su pobre prima, tan guapa, tan lista, pero tan desafortunada…: “¡Pero cést la vie!” se dijo con una sonrisa irónica y mordaz. Ahora, su feo y “viejo” (treinta y ocho recién cumplidos) novio la estaría esperando junto a la puerta de la iglesia; ¡esperando a que su joven y rolliza paloma llegara vestida de virtud y santidad! Despreciaba a aquel hombre. Y le importaba muchísimo que su padre llegara a odiarla por no casarse con su más íntimo amigo. Pero no estaba dispuesta a arriesgar su felicidad por un capricho paterno. No, estaba decidida: no se iba a casar.

 Y no se casó. Jamás volvió a tener pretendientes. Cuando una es tan joven como Mariana era entonces, a punto de casarse, se imagina la vida llena de aventuras… Aun no siendo una chica muy agraciada, a Mariana ni se le podía pasar por la cabeza que ése, el “anciano”, estrafalario, e introvertido Evaristo, sería su único pretendiente durante toda su vida.

  Y si alguna vez, algún familiar cercano le hubiese preguntado si se arrepentía del desplante nupcial que le hizo a su entonces futuro esposo diría que no. Pero la verdad es que no pasaba ni un solo día de su actual existencia sin que se preguntara qué sería eso que llaman matrimonio y demás preguntas… Que ya no esperaban más que una respuesta por parte de los otros, o de la imaginación de Mariana…

  Ahora su única compañía era su gato, a quien secretamente había puesto el nombre de Evaristo. Delante de los demás se llamaba Cuki, porque también ocultó, adrede, su sexualidad. Cuki, se paseaba por el salón de invitados pasando desapercibido; quizás alguien alguna vez le ofrecía el resto de la cena… Sólo el “anciano” Evaristo, que regreso una vez (y última vez) a casa de Mariana se fijó en el minino. Era tan miope ya que tuvo que entornar los ojos para deslindar la bola de pelo: pero luego lo vio bien… Fue el único ser humano aparte de su dueña que lo miró con cierto interés, aunque su mirada denotara un ligero interés de homicidio. Y es que el gato era Evaristo; y Evaristo el gato, ¡una tremenda burla para un hombre rico y poderoso como él!: “Un gato mejor que un marido achacoso y feo”, decían sus ojos: “Y un gato joven y lindo…” aunque en esto último la vista le falló. Mariana supo burlarse bien de su situación con esta simpleza. Y le gradó que Evaristo, mucho más astuto de lo que ella había percibido, se diera cuenta de su pequeño secreto con el gato. La gata. Cuki.

  No tardó mucho en morir “el viejo”. Azorado por los compromisos, azotado por su soledad, se pegó un tiro en la nuca en cuanto tuvo ocasión. Su entierro fue multitudinario pero muy pocos le lloraron, con lágrimas sinceras. Uno de ellos fue Mariana.

  Una vez delante del féretro; su ansiedad contenida se liberó en un grito que le llevó a dilucidar sus constantes mofas a Evaristo, su insomnio, y esa opresión en el pecho que la impedía llorar… Una realidad más aterradora que su terrible soledad: Siempre había querido a ese hombre. Si bien es cierto que su amor distaba mucho del de las novelas románticas; le urgía de un modo atroz e incomprensible, que le impedía descansar la consciencia y seguir soñando sus fábulas románticas e inalcanzables que tanto sosiego le daban a pesar de su situación. Quería a ese hombre, lo necesitaba a su lado. De repente, fue consciente de esa marca sensual que formaba su hoyuelo cada vez que su sonrisa se desligaba de la timidez. Mostrando cierta picardía en el negro noche de su mirada y unos dientes tan blancos como los de un bebé. Vislumbró su perfil aguileño, y reconoció rasgos de la arrolladora masculinidad y gallardía de los galanes más carismático. En su porte, robusto y chepudo, la ferocidad “innata” de un atormentado gladiador. Y en su talante, discreto y tranquilo; la introversión de un alma sensible y culta que ardería en cuanto el amor hiciera mella… Pero ya era tarde.

  Al anochecer, ya en su lujosa y fría mansión, se dio cuenta de que Evaristo la estaba esperando, como cada noche, tendido bajo el reposapiés del sillón. Y se sobrevino de que él también era muy viejo, mucho, muchísimo más anciano que el Evaristo pretendiente. Luego hizo algo que nunca hubiese imaginado que pudiera hacer con un simple y achacoso felino: tomar el té con él y charlar. Calentó el agua, como cada noche, y echó dos bolsitas de té al limón en vez de una, vertió el té en dos delicadas tazas y las llevó al salón. Puso una taza frente a ella y otra frente al otro comensal, y empezó a hablar al gatito de lo que hubiera charlado con Evaristo ¡si ese estúpido vestido de muñeca le hubiera sentado a la perfección! Luego cogió a su gato, y se fueron a dormir, como un matrimonio bien avenido que disfruta del sosiego y la paz que entraña el amor en su etapa más tardía. A la mañana siguiente Evaristo estaba muerto.

  Nadie se enteró de la muerte del gato de Mariana. Ni ella se lo contó a nadie, ni siquiera a sus más íntimos familiares; el dolor se quedó con ella, como tantas otras veces… Como tantas otras mujeres de su edad y condición de mediados del siglo diecinueve. Pero, como todas, sonreía en las reuniones de sociedad, y saludaba cariñosamente a los novios en sus nupcias. Incluso sonreía cuando algún “libertino solterón” decía a modo de chanza: “Mariana… ¡mala semilla que se negó a florecer…!”; y todos se reían de la “inocente” broma . Y ella se lo tomaba como se lo tenía que tomar para que su orgullo no quedara del todo resquebrajado : “¡C´est la vie!” ¡como si se tratara de una finca de la que se arrepintiese de haber comprado por su falta de luminosidad!

  Mariana, por aquel entonces, ya era una solterona consagrada. ¡Pues que ya había superado las veinticinco primaveras!






NIEVA EN EL RETIRO




  Esperando la esperanza… En el Retiro hay dos chicos: una pareja, casi niños. Se besan desesperadamente en un banco sintiendo caer la nieve. Él sólo mira, desde el rincón. ¡Algo dentro de su magullado cuerpo…!; renacen las ideas.

  Son demasiadas vidas torturadas. Desolación. Y sin embargo ahí está, ¡la vida se regenera de nuevo! No tiene nada. Antes tenía. Lo perdió todo, y no quiere pensar más.


  Desde su incómodo rincón, gracias a esos niños, volvió a vivir. Para decir su último adiós. La consciencia tiene su límite… Y la suya ya gastó todos sus cartuchos. Una vida consciente en la mendicidad no es vida. Lleva años siendo mendigo. Pero hacía tiempo que no se consideraba un hombre. 

  ¡Ahora se ve a él!: un ser humano invisible… Lo ve claro y no es fácil de soportar. Es invisible a sí mismo. No puede reconocer en ese desecho de carne y huesos el hombre que fue, el señor que es. Ese hombre, niño, joven, maduro… nunca viejo; merece un respeto. Y en cierta forma, piensa, qué mejor honor que sea él mismo quien se otorgue el regalo. Si almenos viera otra salida… pero hay cosas que son de milagro y muy Señor mío y está cansado de luchar.
  Quizás, piensa, debería buscar la mirada retrospectiva. Pero ya hurgó demasiado en su pasado hace tiempo y teme volver a la locura del inframundo.

  Cierra los ojos, siente la tierra; se descalza y asiente: “¡sí la vida es bonita…!”. Pero un hombre no sólo vive de la Naturaleza; necesita metas que algún día se puedan cumplir. Aspira el aire helado proveniente de la montaña, el agua coagulada se confunde con el aroma del fresno y el abedul. La tierra está húmeda, sus pies descalzos. Y los copos acarician su piel con tanta dulzura como su fallecida mujer…

  Siente la vida; siente su cuerpo. ¡Oye los gritos lejanos de los niños, los susurros de los japoneses y el click de sus cámaras digitales! Un gorrión vuela junto a él. Se confunde con la gente: ¡es alguien! Aunque sólo para él. Pero sabe que no puede aspirar a más y tampoco lo reclama.

  Levanta la vista hacia el cielo, ahora nieva más, hace más ventisca. Los chicos ya han despertado de su estupor y corren a refugiarse. Sólo él permanece impasible. La naturaleza le está hablando; lo sabe. Y ya es lo único que le importa…
Por un momento es feliz, ¡sí feliz!, después de tanto… Ella nunca le ha olvidado; Ella le llora y le rinde homenaje. Su triste vida no ha sido en vano, siempre ha estado Ella, cómplice muda de sus desgracias.

  Ahora sabe que ha llegado la hora. Es triste, pero peor es persistir en la Nada por más tiempo… El mendigo piensa: “todos tenemos un ciclo al que dar sentido, yo no nací para ser feliz está demostrado, pero tampoco para no saber ni qué es ser desdichado. Almenos seré abono para los árboles, ¡mi vida tiene un objetivo!”. Y no permite a su humanidad vislumbrar con completa lucidez el miserable sentido de su existencia; ¡no lo soportaría, volvería a enloquecer!

  Se tumba bajo el banco.

  Tirita de frío, saca la navaja y un leve temblor sacude sus nudillos. Pero su voluntad es firme esta vez: Hunde el arma en su vientre. Siente el dolor y solloza… En silencio… De todos modos sabe que nadie le escucharía, no desea mortificar sus últimos alientos con tan cansina crueldad. La savia de su vida tiñe de carmín el hielo dándole un aspecto dantesco y acuarelado.

  Mientras tanto, siente el dolor físico… Y van ganando terreno los recuerdos hermosos de su existencia: el patio de tía Marta, su amigo Gabriel, el tirachinas, las noches con Manuela, la orquesta…

  ¡Se traza a sí mismo jovial, alegre…! ¡Lleno de vida! Y con otra vida…

  Ya apenas siente nada; cesa en su lucha. Se sumerge en el dulce sueño al tiempo que una hoja derrotada besa su boca, sellando la esperpéntica sonrisa que dejó dibujada.

-¡Mamá mamá mira!
-José, ¡vámonos!

  No importa, ya no necesita socorro…

  Los copos de nieve volviéronse granizo, cientos de hojas se elevan y caen sin control en el balanceo de las volátiles ramas. Cruje, ¡estrepitosa!, la tormenta. A pesar de que siempre habrá quien rememore en ella la “sinfonía del Nuevo Mundo” de Dvorak. Tal vez sea el mismísimo Dani Izaskun quien nos la recuerde al no poder tararearla él.